SOBRE LOS ACTIVOS ESENCIALES (I)
Entre las innovaciones introducidas por la ley 31/2014, de 3 de diciembre, sobre el gobierno corporativo se encuentra la referida a la determinación de la competencia de la junta general. La reforma se efectúa, en primer lugar, de manera directa en cuanto que se modifica el art. 160 LSC. Pero también, en segundo lugar se reforma indirectamente la competencia de la Junta General mediante la modificación del art. 161 LSC que extiende a las sociedades anónimas la norma que antes se refería tan solo a las sociedades limitadas.
La modificación del art. 160 LSC se produce mediante la introducción de su letra f) en el elenco de las competencias directamente deferidas a la junta general con lo que se incluyen en ese elenco las operaciones relativas a “la adquisición, la enajenación o aportación a otra sociedad de activos esenciales”. Estas operaciones, que por su naturaleza se incluirían en la función de gestión y representación de la actividad de la sociedad y, en consecuencia, se podrían considerar propias del órgano de la administración según en seguida diremos, se contemplan por el citado inciso f) del precepto legal no desde el punto de vista de su naturaleza sino del objeto ((activos esenciales) de la operación de que en cada caso se trate para atribuirlas por la ley de modo directo a la junta general.
Por su parte, el art. 161 LSC reformado extiende a todas las sociedades de capital la posibilidad de “impartir instrucciones al órgano de administración o someter a su autorización la adopción por dicho órgano de decisiones o acuerdos sobre determinados asuntos de gestión”.
Una y otra de las referidas modificaciones legislativas alcanzan a toda sociedad de capital y, en consecuencia, por lo que se refiere a las sociedades anónimas, de someten al nuevo régimen tanto las sociedades cerradas como las abiertas o cotizadas.
El comentario, aunque no tiene otra pretensión que la de hacer expreso nuestro punto de vista sobre las reformas legales referenciadas, creemos que debe comenzar por indicar, siquiera sea sucintamente, las líneas doctrinales establecidas desde antiguo en relación con los elementos configuradores de la organización de la sociedad. Porque la redistribución de competencias operada por la reforma legal del 2014 se entenderá mejor si se parte de aquella antañona cuestión de los órganos de las sociedades de carácter corporativo.
Ya desde la ley de 1951, relativa a las sociedades anónimas, se consideraba doctrinalmente que se establecía, de un lado, que eran dos los órganos sociales llamados a intervenir en el desenvolvimiento de la sociedad considerada como sujeto de derecho y, de otro, que esos dos órganos tenían legalmente atribuidas competencias materiales diferentes y en cierto modo en exclusiva. No es inútil recordar que, fundamentalmente sobre la consideración de la teoría orgánica, se estableció la dualidad de esferas de competencia que, por lo que aquí importa, se traducía en reconocer la gestión de la sociedad al órgano llamado de administración. Desde el origen, pues, y quizá por la necesidad de distinguir con nitidez las sociedades anónimas de las personalistas reguladas por el Código de comercio, se diferencia entre lo que es el ámbito interno a la sociedad misma y el ámbito externo de relación de la sociedad con terceros.
Conviene dejar establecido que la condición de persona (jurídica) que corresponde a toda sociedad supone poder atribuirle una voluntad común acerca de sus actos; voluntad común que solamente se puede obtener mediante la expresión de la voluntad individual de cada una de las personas que la integran y que, en último término, será siempre de las personas físicas que o bien son socios o bien son los socios de las personas jurídicas que sean, a su vez, socios de la sociedad de que se trate. Pero en las sociedades de corte corporativo la posibilidad de encargar de la gestión social a quienes no son socios implica aceptar que la voluntad social se forma a partir de la individual de quienes integran el órgano de la gestión, lo que, por cierto, abrirá las preguntas acerca del tipo de relación entre la sociedad y dicho órgano, cuestión en la que no podemos entrar aquí.
El contrato de sociedad, que es el sostén de la fundación o constitución de la sociedad en cuanto organización en que se traduce la duradera relación contractual, se concierta entre los socios y, en el caso de la sociedad de corte corporativo, a ese contrato se considera que se adhieren quienes adquieren, en los términos legales, la condición del socio. Vistas así las cosas, la voluntad social o común alcanza a todo lo relativo a las condiciones del contrato de sociedad y, entre ellas, a la organización y funcionamiento de la entidad societaria que resulta del propio contrato. Pero la formación de esa voluntad se confía a órganos distintos. En realidad, si bien se mira desde un punto de vista meramente jurídico no habría razón más que para diferenciar los órganos según la esfera interna o externa a que afectase la voluntad social. La personificación de la sociedad, extendida en nuestro derecho a toda sociedad de cualquier tipo, cuando se une a la limitación de la responsabilidad de los socios por las deudas sociales en lo que éstas excedan de la parte de capital que ellos han contribuido a formar como patrimonio social, exige disposiciones que permitan atribuir con seguridad la voluntad social a personas físicas concretas y determinadas en tanto que esa voluntad ha de traducirse en ejecución en el trafico generando, pues, derechos y obligaciones para la sociedad. Así lo demanda, en definitiva, el principio general de protección a terceros de buena fe. Está, pues, plenamente justificado que se diferencie un órgano de representación de la sociedad. Pero, a la vez, y por razones de la naturaleza de las cosas, en concreto de las que derivan del ejercicio de una empresa por la sociedad, ha de estimarse ineficiente contar con que la voluntad social se forma en cada caso con la participación de todos los socios. En consecuencia, se atribuyen las funciones de gestión del día a día de la vida societaria al órgano de la administración al que corresponde la representación social.
Quedan de este modo justificados los dos órganos sociales. Pero que se encuentren justificados no significa que resulte inamovible la atribución de competencias exclusivas a cada uno como si les fueren inherentes y, por lo tanto, resultasen indiscutibles dogmáticamente. Sólo las facultades representativas por las razones dichas exigen una específica y segura atribución a una persona física o a la decisión de unas pocas y conocidas personas físicas. Pero las facultades representativas, atribuidas al órgano de la administración, que implican la voluntad social en su momento ejecutivo son por completo independientes de la función dirigida a la formación de la voluntad social en su momento impulsivo o decisorio respecto de la acción. Por cierto que así se expresa, como tendremos ocasión de ver, el propio art. 161 LSC cuando señala que las nuevas facultades conferidas a la junta general no perjudicará “lo establecido en el art. 234 LSC”; este precepto establece el ámbito de representación conferido al órgano de la administración.
Concluimos así que determinar la competencia orgánica en el orden interno dependerá, en principio, de la autonomía de la voluntad, dentro de los márgenes que en cada momento histórico determine el legislador.
Dr. D. José María de la Cuesta Rute
Catedrático Derecho Mercantil – Abogado